Claustrofobia. Letargo. La parálisis en los cuerpos, contenidos, me cuenta la imposibilidad de un paso más. Me paraliza también esta acción. Entonces fluyen mis ojos por encima del escenario, y me convierto en un vaho que expulsa el teatro, porque así lo dispone la escenografía, porque así me lo escriben los bailarines. Ellos allá, yo acá: juntos para completar la historia que inició en un sueño.
Latente es la acción de estar dentro, oculto. Me sumerjo en los latidos que sugiere la música, me introduzco en la película, soy la cinta que falta en el proyector instalado en el ala derecha, si se mira de frente el escenario. Mi alma hasta convertirse en un globo plateado, porque así me lo indica la composición escenográfica, y si la esfera está allí como símbolo, entonces para sumergirme en ella y también soñar.
Lo mejor del arte, me supongo porque lo siento, es la sugerencia. Y esa noche al arrancar con los veinte años de Un desierto para la danza, Benito, Evoé, Mauricio, bailarines los dos primeros; escenógrafo, vestuarista el tercero, integrantes de Quiatora Monorriel los tres, me avasallaron de sugerencias. Agradezco, porque luego ocurre que para mirar la poesía están las luces, el juego de sombras, el movimiento, la música. Aquí está.
La poesía es un tic tac a paso lento. Es la voz de una niña en terror que me transporta también a mi infancia. Evoé nombra las obsesiones en el escenario mientras baila sin correr, sin saltar, apenas un compás o dos o tres frente a Benito, personajes ambos, para con sus cuerpos llenarme de versos la mirada en la construcción de un poema onírico.
Tuve frío, tuve miedo, estuve contenido también como ellos. Trepé una ventana, se me vino la escalera encima, pude ver desde el proyector - escenografía, la película de mi infancia. También fui un grito hacia el interior, allá donde todo siempre está latente.
Debo decir la valentía de los Quiatoras, la búsqueda, la permanente búsqueda, y a manera de celebración subrayar que el arte es eso: el riesgo y la interpretación como un laboratorio para encontrarse y darse.
Los Monorriel asistieron al evento más importante de sus vidas, así me lo sugieren sus ropas, y entonces para llevarme de la mano con sus sueños, y al verme, vernos, allá sumergidos en las butacas, después de levantarse el telón para recibir aplausos y encontrarse con los espectadores, un beso desde sus labios para volvernos a la realidad. El sueño no ha terminado.